
13 de mayo, 2021
En toda conquista, sea sobre un pueblo o una cultura, el primer éxito es el predominio del lenguaje del vencedor sobre las voces del vencido, que van perdiendo sonoridad, lustre y uso.
Ya en el 500 a.C, a una pregunta de Tzu Lu, uno de sus discípulos cercanos, Confucio responde que si fuera llamado a administrar el país, su primera medida sería reformar el lenguaje. Tzu fue uno de los compiladores de las Analectas obra que, escrita en medio de una larga guerra territorial interna conocida como la era de los Reinos Combatientes, destaca el papel del lenguaje para unificar y reconstruir pacíficamente aquella sociedad.
Cuando en 1492 Nebrija entregó su Gramática Castellana a la reina Isabel, sabía que la proveía de un arma más poderosa que los arcabuces. Se requería para cristianizar a los nativos y para lograr que extrajeran oro, perlas, especias y frutos de sus tierras. La misión la sintetizaba Nebrija en carta a su soberana: “Después de que Su Alteza haya sometido a bárbaros pueblos y naciones de diversas lenguas, con la conquista vendrá la necesidad de aceptar las leyes que el conquistador impone a los conquistados”. La espada y la dominación colonial venían con la palabra.
Klemperer estudió el papel del lenguaje en el adoctrinamiento masivo aplicado por los nazis. En “LTI, La lengua del tercer Reich” describe la alteración de significados para manipular las palabras como redes de sometimiento al poder. En 1948 Orwell imaginó, con lúcida anticipación, la invención del crimen de pensamiento y el uso de tecnologías para imponer el pensamiento único en 1984.
Dice Octavio Paz que no sabe donde empieza el mal, si en las cosas o en las palabras. Que cuando estas se corrompen “los significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro”. Esa inseguridad comunicacional sirve al bloque dominante para construir nuevos términos, prohibir otros, perseguir y encarcelar por un mensaje en las redes o un artículo de opinión sobre un jerarca.
El objetivo del poder es hacer su discurso habla común e infiltrar a través de él, pensamientos autoritarios en la forma de pensar de la oposición. Una cooptación sofisticada para desvincular las ideas del lenguaje, vaciarlo de argumentación racional y ponernos a pensar con el cerebro del poder. Al ideologizar el discurso opositor y polarizarlo contra nosotros mismos, nuestro pensamiento pierde calidad democrática y posibilidad alternativa.
No habrá unidad mientras persista un discurso que en vez de distinguir y separar para aclarar acciones comunes, propague división, descalificaciones, exclusiones y pretensiones de razón absoluta. Ese lenguaje bloquea la conciencia de cambio y la formación democrática de un lenguaje cívico que es urgente practicar hoy.
Enfrentar el control autoritario exige cuestionar su neo-lengua que legitima la opresión y justifica la represión. Si la reproducimos, el poder de la palabra se convierte en la palabra del poder.
La oposición necesita descarrilar sus hábitos de pensamiento, innovar y renovar su lenguaje, aferrarse a la democracia para alcanzar virtud alternativa, tanto a la sumisión comunicacional que quiere imponerle el régimen como a la política sin horizonte opositor.
Hay que poner fin a la segregación de partidos que hoy transitan por el filo de una navaja que espera a la plataforma unitaria y a la propuesta de Salvación nacional de Guaidó.
El país requiere que nos unamos en el lenguaje de las coincidencias y actuar pacíficamente desde una rebelión eficaz del pensamiento, la palabra y la acción con la gente.
@garciasim
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