
22 de agosto, 2022
Por: Linda D´Ambrosio
Tozudez, terquedad o “cabezonería”, como lo llaman los españoles: lo cierto es que, aun en trance de muerte, Galileo persistía fijo en una idea: Eppur:si muove
Me tomo unos minutos para reflexionar acerca de nuestra adhesión a ciertas ideas.
Y es que la expresión de la propia verdad tiene muchas facetas, cuando va más allá de ser un mero ejercicio de oratoria en el que se presume de habilidad para esgrimir los propios argumentos y desarmar a nuestro contrincante. Una discusión personal no es, ni con mucho, una contienda verbal en la que se enfrentan dos inteligencias.
Acuden a mi memoria, mientras escribo, algunas referencias. “He aprendido a no intentar convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”, afirmaba el Premio Nobel José Saramago, escritor, novelista, poeta, periodista y dramaturgo portugués. “Es más importante ser feliz que tener razón”, asevera la sabiduría popular, asunto nada desdeñable, sobre todo si ser feliz supone sobrevivir a la sentencia del Santo Oficio, como en el caso de Galileo.
El astrónomo, ingeniero, filósofo, matemático y físico italiano había terminado por defender en su obra Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico, astrónomo y sacerdote católico. Así pues, fue procesado, con casi 70 años, más por un acto de desobediencia que por descalificar la teoría geocéntrica, defendida por la Iglesia.
Llevado a juicio, se retractó frente al tribunal del Santo Oficio de haber sugerido siquiera que la Tierra no está inmóvil en el centro del universo (lo que, por otra parte, siguen defendiendo en la actualidad los terraplanistas). La sentencia, dictada en la iglesia de Santa María sopra Minerva el 22 de junio de 1633, le condenaría al arresto domiciliario, durante el cual habría de fallecer. La tradición ha venido perpetuando la historia de que, tras retractarse, Galileo habría bajado la cabeza y habría susurrado por lo bajo “Y sin embargo: se mueve”.
He dicho al principio de este texto “la propia verdad”. Y es que la postmodernidad nos ha legado el relativismo cultural como una herencia que presupone que todos los puntos de vista son igualmente válidos, y que todos los conceptos, actitudes y valores de una cultura no pueden ser entendidos ni ser interpretados fuera de su contexto. Cada quien efectúa una lectura de la realidad a partir de su sistema de creencias, conocimientos y valores.
Rompo una lanza aquí a favor de la comunicación. Exponer las propias ideas no es una manera de avasallar al otro, sino de hacerle partícipe de nuestra mirada. Es tenderle una mano para que comprenda cómo vemos las cosas.
Con respecto al persistir en la defensa de una visión: en algunos casos no es más que la necesidad de sentir validación externa, de competir, de imponer nuestros puntos de vista al otro, de librarnos de las consecuencias de nuestro proceder o de ganar adeptos para nuestra causa.
Pero hay dos casos con los que me identifico en particular. El primero es un auténtico, sincero, deseo de comprender. Continúo aguardando a que el otro me tome de la mano y me enseñe la verdad con sus ojos. El segundo, es la defensa valiente de nuestras propias convicciones, en particular cuando el silencio podría ser cómplice de la injusticia perpetrada contra alguien más.
Sí, es más fácil ser feliz que tener razón. A veces el precio de comunicar nuestras verdades puede ser muy alto, pero evitará que se perpetúen los equívocos y que, como ciertas heridas que restañan sin estar limpias por dentro, una superficie en aparente calma encubra un océano de penas.
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