
28 de diciembre, 2021
Por: Simón García
La navidad solía ser un encantamiento. A pesar de vivir en un país con dos estaciones climáticas, algún halo ancestral irrumpía, bajo un extraño anhelo por la nieve. Entonces amanecía con frío y había alegría, canciones y abrazos.
Diciembre eran vacaciones y sus dulces, comidas y bebidas típicas. Días de estrenos y para soñar con el regalo que, al despertar, traería el niño Jesús. Diciembre fue siempre el mes más casero, fiesta de hogar y de celebración con los amigos. Luminosos nacimientos y sorpresas.
Al menos dos de ellas ligadas con la tradición popular cristiana. La proyección de Dios revelada como nacimiento y la no menos extraordinaria aparición de unos magos que eran reyes. Jesús niño, encarna, con el prodigio de la primera vez, la unión de lo divino en lo humano. Mientras que en la taparita de los tres reyes, laten dos imágenes de poder. Una, que el rey antecede al mago. La otra, que el poder terrenal rinde culto al poder espiritual.
Según Voltaire, en la entrada que dedica a la palabra navidad en su Diccionario Filosófico, Jesús nació nueve meses después de haber sido concebido el 24 de marzo, durante el reinado de Augusto. Un nacimiento ampliamente asociado a una espera.
Y esa, como toda otra buena espera, contiene una esperanza. Dice el Breve Diccionario Etimológico de Gómez de Silva que espera es: “….permanecer en un lugar hasta que ocurra algo que se prevé.” Vista así, la esperanza es un optimismo basado en una probabilidad.
Desde un punto de vista más activo, la navidad debería volver a ser el momento para la formulación de nuevos planes. Pero esta vez, viendo al país desde la pandemia y desde su crisis terminal, se impone la percepción realista del abismo que existe entre el país realmente existente y el que deseamos todos.
Es hora de admitir que estamos pasando a la historia como la primera generación que va a legar a los venezolanos por venir, un país peor al que recibimos. Y no basta con entristecerse, lamentarse o voltear hacia un eso no es conmigo.
Hay que actuar para reducir los daños transgeneracionales que estamos causando. Por supuesto que el daño mayor lo ocasionan los que detentan el poder, si es que eso alivia el estar dentro de la destrucción general de Venezuela.
Sabemos que no es cuestión de asignar culpas, ni de recetarios de autoestima o de repetir discursos políticos invocando salidas inviables. Se protege mejor el interés general, cultivando con excelencia la pequeña parcela, en vez de invocar un abstracto destino superior para esquivar nuestras cotidianas obligaciones cívicas.
Es ocasión para rectificar e innovar. Para volver a aproximar a los venezolanos en base a una propuesta concreta de entendimiento nacional antes que el país normalice su colapso. Dar un primer paso con los que cerca de nosotros piensan diferente.
Las élites opositoras no parecen tener conciencia de la urgencia de este giro. Si no lo dan, hay que ayudar a que nuevos actores entren en escena.
Ese es el motor del optimismo que necesitamos. El del entusiasmo para una verdadera acción de cambio, así sea pequeña. Hay mucha gente con ganas de demostrar, cívicamente, que la esperanza viable no es un aguinaldo.
Mientras tanto, los espero en el 2022. ¡Salud y felicidades!
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