
15 de junio, 2020
Sufrimos el peor gobierno. Destructor del país, corrosivo para la democracia y mortífero para la gente. Su aglomerado de crisis, esclaviza al pueblo al mal vivir y lo cerca con una crisis humanitaria manejada como mecanismo de control y dependencia de la población a la autocracia.
El altísimo rechazo al gobierno, reacción instintiva hasta de los seguidores del oficialismo, no ha podido tomar cauces institucionales. Para la mayoría opositora, según la representación en la AN presidida por Guaidó, no hay opción electoral sobre la mesa. La descarta por cuatro supuestos débiles: 1.que la autocracia accederá a liberalizaciones sólo por presión; 2. exigir condiciones que implican la renuncia del régimen a mantenerse; 3. confiar que una pequeña vanguardia esclarecida sustituya la participación popular y 4. creer que la transición es innecesaria.
Sectores que admiten de palabra las elecciones y las bloquean de hecho, juegan a derrocar a los gobernantes a punta de balas. Propuesta infantil porque se carece de capacidad bélica. Esa visión entrega el juego a una coalición de gobiernos extranjeros, cediendo soberanía en las decisiones. Unifica al adversario y planta una amenaza que obstaculiza a la FANB inclinarse al cambio constitucional.
El gobierno Trump alienta esta política y le recaba factibilidad. Pero clona el esquema que fracasó con Cuba. Y desdeña las consecuencias indirectas de algunas sanciones contra la población en forma de hambre, interrupción de servicios de luz y agua; falta de plata, de gasolina o flujo de ayuda humanitaria.
EEUU sabe que una acción militar que deponga a Maduro, producirá una resistencia armada que minaría de inestabilidad el camino de la reconstrucción. Un uso de la violencia que también podría desembocar en más dictadura y desatar una anarquía desintegradora.
El régimen, aunque su fortaleza es relativa, no está cayéndose. Puede mantener el empate reduciendo el consumo, aumentando la dependencia a sus programas sociales y acentuando la represión quirúrgica sobre la oposición y las protestas. Negocia no para salir del poder sino para tener una zona de alivio y reequilibrar desacuerdos en la cúpula, fisuras en el cuerpo dirigente y desajuste de intereses con los militares como institución.
El régimen negocia para quedarse. Tolerará elecciones semidemocráticas porque no tiene fuerza para eliminarlas, por necesidad de sustituir sanciones por democratización o por calcular que con su ventajismo, la dispersión de la oposición sometida a represión y la abstención puede ganarlas. Pero la oposición necesita votar para generar contra-hegemonía y alcanzar con las elecciones objetivos no electorales como lo señala John Magdaleno.
El cambio menos costoso y más perdurable supone acuerdos entre los dos proyectos en pugna: el revolucionario y el reformador. Un gobierno de integración que combine la composición del actual con la referencia que surja de la próxima elección parlamentaria. Su eje deben ser los partidos. Pero su motor debe contar con la participación autónoma de actores como las iglesias, el empresariado no rentista, las fuerzas del conocimiento y una FANB re-institucionalizada.
Avanzar hacia esa nueva realidad supone lograr la mayor unidad posible del arco opositor, contradictorio y polémico, que va desde el G4 a la MDN, de María Corina a Parra. La línea no puede ser la óptica de descalificaciones, agresividad y exagerada polarización. La pugna sórdida por la dirección de la oposición no debe debilitar el empeño por resolver, entre todos los venezolanos, plural y democráticamente un conflicto de poder cuya perpetuación terminará expulsando al país del siglo XXI.